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Un cuento demasiado corto
(Cuento baldío de interés improbable)

Por Don Bolacero
(Escritor improbable de interés baldío)


Era una noche de otoño, casi tirando a primavera, pero no tanto. Arrastrado por ese aluvión de pasión desenfrenada por escribir que nos suele desbordar a los escritores y nos lleva hasta el extremo de dejar de mirar el fútbol, me dispuse a escribir un cuento corto. Apagué el televisor, me senté frente a la máquina de escribir, encajé la hoja donde va, giré para un lado y para el otro la ruedita de poner el papel en posición y cuando me pareció que el margen superior estaba más o menos pasable, ¡tac!...  le dí con ganas a la primera tecla. Una "A"; así como se ve, mayúscula. Y ahí me quedé; pensando en qué cuento se podría escribir a partir de la letra "A"; y sin desperdiciar papel porque era la única hoja que me quedaba.

No habían pasado ni tres horas sentado frente a la vieja Remington, con la vista clavada en las pelusas del siglo pasado pegadas en el rodillo, buscando en los recovecos de mi mente algo que escribir, algo, cuando de repente, ¡zas!, me vino la idea. Ya está. Voy a escribir un cuento sobre la letra "A", me dije. En voz alta, como para darme más confianza, que hasta ahí no me tenía mucha que digamos.

Ya con un poco más de fe en mí y con la tranquilidad de tener por lo menos algo de qué agarrarme, literariamente hablando, entré a pensar en qué título le iba a dar. Pero como estuve casi una hora y pico más sin que se me ocurriera nada, decidí dejarlo para después. Total, el título va a salir del cuento mismo, me dije, también en voz alta, tratando de convencerme de que lo que me estaba diciendo era así como yo acababa de decirme, porque, para ser franco, no soy de confiar así nomás en los escritores.

Superado ese inconveniente y con el temor que le tenemos siempre los escritores al "sindrome de la página en blanco" (que no es otra cosa que un macaneo elegante para disimular que no se tiene ni una puñetera idea de nada) me lancé decidido a la segunda tecla: una "m". Minúscula. Ya tenía dos.

Me detuve a leer lo que llevaba escrito, pensando en ese milagro que se produce cuando el hombre y la máquina de escribir se juntan, y me sentí afortunado por ser parte de ese milagro, aunque no hubiera colaborado más que con dos letras.

Embriagado por esa sensación difícil de describir (en realidad no tengo ganas de describirla), encendí un cigarrillo, me levanté de la silla cuidándome de no pisar al gato (tiene la mala costumbre de echarse justo donde uno va a poner el pie) y salí al patio; quizá buscando en en el aire frío de la noche, en el perfume de los jazmines, en el brillo silente y misterioso de las estrellas, la idea plena y final para mi cuento.

Ahí, entre las glicinas (no eran jazmines, lo puse arriba pero me arrepentí), como si el ángel guardián de la literatura hubiera venido en mi auxilio, se me abríó un universo de palabras. Bueno, para ser honesto, de una palabra. Y antes de que esa palabra se me fuera de la memoria, volví rápido a la máquina, me senté sin fijarme si estaba el gato encima (porque también tiene esa maña) y apreté la "o" y la "r", en ese orden, casi al mismo tiempo, temiendo que se cortara ese hilo tan delgado que liga la inspiración con la nada, que es la punta del hilo más conocida por mí.

El sonido de las teclas golpeando contra el papel quedó colgado en el aire como una extraña música anunciando que se había producido el milagro de la escritura. Poca, pero escritura al fin. No quise leer. Quería estirar lo más posible ese instante de emoción tan particular que sienten los escritores segundos antes de ver su obra plasmada en el papel. Lo había vivido tan pocas veces...

No sé cuánto tiempo habré estado sin levantar la vista del teclado; segundos, minutos, no lo sé. Me resistía, casi sin respirar, a la tentación de ver qué había resultado de esa lucha colosal entre el escritor y sus propósitos, sus vacíos, sus dudas y su gato. Hasta que al fin, no sin cierto temor de haber cometido algún error en el duro trajinar de ese largo y complejo proceso literario, leí: "Amor". 

Volví a leer esas cuatro letras. Y leí de nuevo. No podía con mi asombro por lo que habia logrado. Lo que apenas seis horas antes no era más que una solitaria, fría, inexpresiva marca de tinta sobre el papel desnudo, se había convertido, por ese milagroso encuentro del hombre con la máquina de escribir, en la palabra más bella que la humanidad haya conocido.

Y ahí lo dejé. Ya estaba el cuento. Tecleé la "F", la "i" y la "n", leí dos veces esa última palabra para asegurarme de que no que no tenía ninguna falta de ortografía y me fui a darle de comer al gato. Si lo seguía, seguro que lo arruinaba. (más todavía)


FIN




CUENTOS DE POCO FIAR
Por Don Bolacero

El Enmiendo

Hombre que supo ser muy acertado para errar, el Enmiendo Benítez, que no era nombre de pila; le decían así porque ya de recién nacido, nomás, tuvo que entrar a enmendar errores. Les parecerá que exagero, pero me quedo corto.

Todavía no había aprendido ni a enfocar las vistas el pobre Enmiendo cuando la vida ya le estaba pidiendo un adelanto a cuenta de los errores que iba a cometer en el futuro inmediato, mediato y vitalicio.

Como sería, que cuando el padre lo fue a anotar en el Registro Civil, va que al escribiente se le vuelca el tintero encima de "Rosendo" y no le quedó otra que hacerle una enmienda. Y como el padre era muy aficionado a la ignorancia, no tuvo mejor ocurrencia que decirle al escribiente que le pusiera así: Enmienda, "pero pa' varón", dijo. Pero no nos detengamos en cosas menores y entremos de lleno al asunto de marras, que no sé muy bien qué quiere decir pero hace juego con el modo de marrar del Enmiendo.

Cómo habrá sido de errador serial el Enmiendo, que cuando lo reclutaron para la conscripción y el sargento le ordenó "¡Carrera mar...!", salió como tiro para el lado de Mar del Plata. Y lo peor es que llegó.

Y ya que estaba ahí, se quedó a vivir y a ejercer su profesión, que era encontrar cosas antes de que las perdiera el dueño.

Y claro, no pasó mucho tiempo para que cayera preso por desertor y algunos contratiempos del oficio. Y ahí fue, justamente en la comisaría, donde sin ningún asomo de duda (al menos para mí, que en mi vida vi asomarse una duda por encima del tapial, ni de atrás de las cortinas), cometió el error más garrafal de su vida y sin siquiera un gasista matriculado para que le buscara alguna solución.

Resulta que el comisario se iba de vacaciones y como en la comisaría había escaso personal lo pusieron al Enmiendo de reemplazo. Tan a pecho se había tomado el cargo, que va que un día que el cabo de guardia trajo detenidos a tres sospechosos que había levantado en la playa, el Enmiendo, para hacer méritos rápido en la carrera policial, no tuvo mejor idea que anotar en el Libro de Guardia: "Se prosederá a afusilar a las 20:00 hs. del día de la fecha a tres prófugos detenidos en esta sesional, en cumplimiento de lo establesido por el código penal de la costitusión nasional. Firmado: Comisario Preso en Comisión: Enmiendo Benítez".

Menos mal que como a la hora, hora y media, se apersonaron en la seccional los de Prefectura, que andaban al rescate de tres náufragos de un barco japonés que se había hundido hacía un par de días frente a las costas marplatenses de Santa Teresita del Tuyú (según los propios japoneses, que mucho de geografía bonaerense no sabían), que si no...

La cuestión es que ese error de interpretación policial le salió bien caro, porque cuando el comisario volvió de las vacaciones le metió tal sumario que el Enmiendo terminó declarando indagatoriamente en los Tribunales. "Un error de caligrafía lo tiene cualquiera. Aparte yo no entiendo el japonés", dijo cuando el juez le preguntó cómo podía ser tan animal.

El propio juez pudo comprobar en persona que el mayor error que había cometido el Enmiendo era haber nacido tan desafortunado para el acierto el día que lo invitó a su casamiento con la Varodicta Maidana, que tampoco era nombre: le decían así porque era muy adicta a los varones.

El asunto fue que cuando el cura llegó a la parte que dice "Si alguien tiene algo que decir y por lo que este matrimonio no pueda celebrarse, que hable ahora o calle para siempre", va que salta el Enmiendo y dice: "¡Yo!". Y ahí nomás el cura lo paró en seco: "Usted se calla porque es el novio", lo que le sacó un gran peso de encima a la Varodicta, que a esa altura ya había consumado varias veces el matrimono con el Enmiendo y unos cuantos amigos de él y el vestido blanco le quedaba bastante ilegal.

Y ni les cuento del tremendón error que cometió cuando le nació el primer hijo.

Ni les cuento.


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