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Un universo de misterios y claridades que todos deberían recorrer.
El Café, ese templo de sabihondos y suicidas
Por Nobel Clemar Passaglia
El Café, esa suerte de santuario por el que las vidas de unos pasan a juntarse un rato con las vidas de otros, cada cual con su historia callada, con su modo de vivir, sus ideas, sus creencias, sus gustos, sus alegrías, sus penas y sus sueños, que se convierten en parte de todos los que allí están, en una sola vida, aunque sea tan sólo por un momento, nada más cruzar la puerta de ese lugar casi mágico y sentarse a una de sus mesas.

Con amigos del barrio o de la infancia, con los que hacía añares que no se veían, con los que se hicieron amigos allí mismo, en interminables tardes de cafés o cortados, fútbol o carreras, en demorados mediodías de vermut o amargo con lupines o aceitunas, entre el discurrir del obligado chimenterío y los proyectos para el resto del día, o en eternas noches de ginebra o caña, baraja o dados, confesiones de amores perdidos o pesares acarreados, en un mundo de voces, gestos, aromas y sonidos que sólo en ese lugar se pueden sentir, como si Dios lo hubiese reservado exclusivamente para eso.

Si hasta el desconocido de paso no termina de acodarse en una de sus mesas que a los dos minutos ya está trenzado en una conversación con alguno de los muchachos del café, esos que parecieran ser parte del mobiliario, porque a la hora que sea se los encuentra allí, prendidos al naipe, concentrados en la lectura de un diario o una revista de deportes, enredados en alguna discusión, que nunca falta, por un tema cualquiera, de los que siempre sobran, o mirando ensimismados por la ventana vaya a saber qué cosa o qué piba linda pasando por la vereda.

El Café. Nada de "bar", definición a la que le arisquea como el perro a la cebolla el espíritu "bolichero" de quien siente por ese lugar de comunión casi religiosa tanto o más afecto que por su propia casa. Un lugar en el que cada parroquiano se acomoda a sus anchas con su mayor o menor inteligencia, con sus mañas o sus picardías, su decir con más o menos gracia, sus preferencias futboleras o políticas, por el billar o el casín, la generala o el dominó, por tal o cual marca de autos de carrera o piloto, género musical o cantor...

Todo en una alquimia en la que nunca falta el componente catalizador: el dueño del café, casi siempre un gallego cascarrabias (no importa si el ibérico de turno es andaluz, catalán, gallego, vasco o extremeño: para la muchachada del café será siempre "el gaita") y protagonista de cuanto pase en sus dominios. Desde el tirado del café "sin quemarlo, gallego" o el cortado "no lo hagás pura espuma, gallego", hasta el "larga el diario, coño, que no es para tí solo" de pequeña revancha del gallego por tanta caña recibida, pasando por la "programación" de las partidas de pase inglés para la trasnoche, los campeonatos de truco de la siesta y hasta la complicidad en cuanta broma pesada ande dando vueltas y de las que nunca tiene la culpa a la hora de "sos vos el que mete la púa, gallego".

En medio de ese escenario sin telón ni bastidores, vestido de eterna chaquetilla blanca o gris (casi siempre desteñida por la millonada de lavados) y recorriendo kilómetros y kilómetros entre mesa y mesa, el más destacado actor de reparto, el que se lleva la mayor parte de los aplausos sin más letra que un "¿Qué te sirvo?": el mozo. Ese personaje singular al que cada uno de los espectadores de ese teatro en el que la vida está representada en todas sus formas como en ninguna otra obra, siente como un hermano.

Cómplice de mil bromas o agachadas esquivadoras de novias o esposas que llegan al café preguntando por sus amores ausentes de la casa o faltadores a la cita, confidente fiel de cuanto parroquiano ande huérfano de orejas que escuchen sus cuitas, uno de los primeros en llegar al velorio de alguno del café que "dejó de fumar", gaucho a la hora de prestar plata al que se secó en el juego o se quedó de seña, barajando un solitario, una noche de sábado en la que la muchachada parte en barra hacia los bailes y él no puede prenderse porque no tiene ni para la entrada... Pintor anónimo, si se quiere, de los detalles finales de un cuadro en el que sus figuras irradian una luz misteriosa, capaz de cautivar para siempre el alma de quien se detiene, aunque sea por una sola vez, a contemplarlo.

Un paisaje de rejillas húmedas de mil enjuagadas, viajando a la velocidad de la luz por sobre las mesas de vaya uno a saber cuántas capas de barniz ligaron desde que el carpintero las paró por primera vez sobre sus cuatro patas, marcadas con decenas de nombres o corazones cruzados por flechas a punta de cortaplumas y en las que se guardan celosamente entre sus maderas con olor a naipe viejo y vinos derramados tantas confidencias como habitantes de ese espacio único e irrepetible tuvieron sentados a su alrededor.

Quizá, ese paisaje neblinoso de humo de tabaco en el que las figuras humanas y las cosas parecen confundirse en una única, indivisible imagen, sea uno de los más bellos del mundo y por el que nadie debería dejar de pasar alguna vez en su viaje hacia el destino final. 

No hay sitio en el mundo que pueda reunir en un espacio tan reducido y sin más oferta que una silla de madera desnuda, una mesa del tamaño de un pañuelo y un pocillo de loza ordinaria, a tantas almas en una. El alma común que vive en "el café", no importa cómo se llame o en qué lugar del planeta se encuentre.



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Últimos comentarios:




Ricardo D'Ambrosio

Esta nota me hizo lagrimear. Me pasé la vida en el café y lo que acabo de leer me hizo volver al café de mi barrio, San Telmo, donde viví cada cosa de las que aquí se cuentan. ¡¡Y qué manera de contarlas!!!  Si hasta se puede cerrar los ojos y sentir cada aroma, cada sonido. Un relato mágico. Gracias por haberla escrito, Nobel. Debiera ser publicada por algún diario grande para que muchos de los que han amado y aman el café sientan lo que yo he sentido al leerla.



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